“Si eres víctima, lo peor que te puede pasar es ir a presentar la denuncia y darte cuenta que el oficial que te atiende es cliente del establecimiento donde fuiste explotada”. Estas palabras, dichas por una sobreviviente de la trata de personas, no son un caso aislado. Al contrario: muchas sobrevivientes mencionan a servidores públicos –policías, jueces, agentes de investigación, diputados– como consumidores en los centros de explotación. Otras manifiestan que, al acudir a la fiscalía –o alguna otra instancia de gobierno relacionada con la justicia– suelen ser objeto de miradas lascivas, comentarios misóginos, tratos discriminatorios, burlas.

Esto arroja una serie de interrogantes acerca del derecho de acceso a la justicia: ¿Puede un putero o un consumidor de pornografía impartir justicia adecuadamente? ¿Se encuentra en condiciones de atender debidamente los delitos de carácter sexual? ¿Puede reconocer a una víctima y tener empatía con ella? ¿Cómo podemos erradicar la trata de personas, si los mismos servidores públicos –funcionarios del Estado– contribuyen, a través de la demanda, a la explotación de cientos de miles de mujeres en el mundo entero?

Diversos estudios han evidenciado el impacto de la pornografía en las percepciones y actitudes de los usuarios (Jensen, Malamuth, Layden, Eberstadt). Uno de los efectos más relevantes consiste en una mayor aceptación de rape myths, ‘mitos en torno a la violación’, es decir, actitudes que niegan la posibilidad de que una mujer pueda ser víctima de violación, lo cual se traduce, de facto, en nuevas formas de violencia contra las mujeres.

Entre estas percepciones, destacan: considerar “que las mujeres disfrutan siendo coaccionadas a lastimadas; que si un hombre viola a una mujer, sólo está accediendo a sus  deseos íntimos; que cuando una mujer dice ‘no’ realmente significa ‘sí’; que si una mujer viste provocativamente, en el fondo desea ser violada; que las mujeres disfrutan ser violadas; que si una mujer no opone resistencia, lucha, grita o pretende huir, en realidad no fue violada, etc”. Los consumidores de pornografía también responden con menos empatía y apoyo a las víctimas, y es más probable que les atribuyan la culpa de lo sucedido, o recomienden penas indulgentes o que no se sancione al delincuente.

Estas actitudes, especialmente cuando los consumidores son agentes del Estado, pueden dificultar o impedir el acceso de las víctimas a la justicia. Las víctimas enfrentan diversos obstáculos al denunciar los delitos sufridos, comenzando por el escepticismo de las autoridades. Ello vulnera sus derechos humanos y puede dar pie a actos de revictimización. Por tanto, puede afirmarse que un servidor público que suscribe los mitos en torno a la violación se encuentra incapacitado para atender debidamente los casos de violencia sexual y otros delitos.

Por otro lado, debe afirmarse que, con bastante frecuencia, la producción de pornografía es ya una forma de violencia y una violación a los derechos elementales de las personas: vulnera sus derechos de libertad, integridad, intimidad, libre desarrollo, etc.

El problema de fondo consiste en que la pornografía cosifica a la mujer, es decir, lleva al usuario a ver a la persona como un objeto, y no como un sujeto de derechos. Instrumentalizar a las personas –y, en particular, a las mujeres– atenta contra su dignidad y se traduce en el desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos, lo que a su vez desemboca en “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”, como recuerda la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Al conmemorar hoy el Día Internacional de los Derechos Humanos resulta indispensable recuperar con hechos la noción de dignidad de la persona. Como sociedad, debemos erradicar todas aquellas prácticas y conductas que menoscaban o cosifican a la persona, empezando por casa, por uno mismo, pero también en las instituciones y el gobierno. El reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana –sigue diciendo la DUDH– constituyen la base de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. Sólo en la medida en que logremos reconocer al otro –a la otra– como persona, podremos hacer efectivos los Derechos Humanos.

 

Emilio Maus / Director del Programa contra la Trata de Personas de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (México). Actualmente es profesor-investigador en la Universidad Panamericana.